77 – Carta de Bonasso a Felipe Sapag y esposa

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Miguel Bonasso, esclarecido escritor y

periodista, envió esta carta:

5 de diciembre de 1977

Estimado don Felipe:

 Jamás pensé que tendría que mandarle una carta tan amarga como ésta. Una vez nos conocimos fugazmente por un reportaje que yo le hice, pero eran otros tiempos del país y no nos unía un lazo tan profundo como el que hoy nos une. Hoy me acerca a usted Enrique, que vivió en nuestra casa y con el que compartimos algunas horas intensas y en algunos momentos dolorosos de nuestra común militancia.

 También había estado cerca de Ricardo, más atrás en el tiempo, también fui golpeado por su caída que me parece imposible, a fuerza de recordar su sonrisa, su optimismo, el apodo de «Virulana» que los compañeros le habían puesto por su melena enrulada. Pero le confieso que fue de Enrique de quien me honro en haber sido amigo. Enrique, como le decía, vivió en casa y fue una suerte de hijo para nosotros. Un compañero de mis hijos que lo adoraban, que lo bautizaron Mississippi o, más corto, Missi, en honor a una de esas viejas películas de John Wayne que veíamos por la tele.

 Yo no sabía quién era él ni él tampoco quiénes éramos nosotros, pero ese desconocimiento de la identidad pública, que es tan importante para los que se fijan más en los nombres que en los hombres, no fue obstáculo para que desarrollásemos una camaradería a la vez alegre y profunda. Más que el pasado, que era tan corto en el caso de él y lleno de tramos largos e inútiles en el mío, nos unía un presente de lucha, cargado de dolor y de amenazas, pero alumbrado por la certeza de un tiempo de paz para la Patria.

 En la cocina de la casa clandestina convivieron durante muchos días del invierno pasado tres generaciones: mi compañera y yo, su hijo Enrique y nuestros hijos. Discutimos de todo, nos peleamos y lo acompañamos en la alegría y la tristeza de un cumpleaños lejos de los suyos. La amistad y el compañerismo quedaron expresados en unos humildes y tiernos regalos que nos dejó antes de irse: unos muñequitos y un florero de «papier maché» y alambre que pintó con las témperas de los chicos.

 Una vez nos pareció a todos que había una situación de peligro y estuvimos alertas, preparados para todo y convencidos de que venían a buscarnos. Fue una falsa alarma, pero al mismo tiempo uno de esos momentos que unen a los hombres para siempre.

 Sin decimos quiénes eran habló muchas veces en casa de ustedes, y yo, en virtud de ese compañerismo, de esa amistad, puedo decirles de todo corazón cómo los quería y los necesitaba. Mi compañera y yo tratamos de compensarle esa carencia de afectos y de casa a que lo sometía la clandestinidad y creo que nos quiso y fuimos un apoyo.

 Poco antes de salir de Buenos Aires, cuando me mandaban para Europa, estuve a punto de verlo, por casualidad, en una cita. Pero quiso la mala suerte que él no fuera. Hacía tiempo que él no estaba ya más en casa y en el interín todos habíamos sido golpeados por la tragedia.

 Con la certeza que da la convivencia en esas condiciones puedo decirle que usted ha perdido un gran hijo y el país un gran revolucionario. Sé muy bien, porque soy padre, que para esa pérdida no hay consuelo, pero sé también que usted conoce la real estatura de Enrique y comprende en plenitud el significado de su compromiso. Podrá la basura del régimen intentar desvirtuar o ensuciar su actitud, como hicieron con Ricardo, pero el Pueblo no comulga con las piedras de molino de la revista «Gente» y sabe respetar a sus héroes.

 Llegará un día, no muy lejano, en que la entrega pura y apasionada de sus hijos podrá exhibirse a la luz pública para enseñanza de los argentinos del futuro. ¡Tantas veces imaginamos con él cómo sería ese día!. Si usted supiera los proyectos que hacíamos de sobre mesa en aquellos momentos….

 Créame que la ausencia de Ricardo y Enrique, como la de tantos queridos compañeros, también a mí me resulta insoportable. Muchas veces digo que los que de nosotros lleguen a la victoria no podrán curarse jamás, en lo personal, de tanta herida. Ahora sí con la misma sinceridad: tenga la seguridad de que pondremos todo de nosotros mismos para que su sacrificio no sea en vano. Ellos nos obligan a triunfar contra todo riesgo y contra todo obstáculo. Por eso no es retórica cuando le decimos que sus hijos viven en nosotros y en el Pueblo por el que dieron todo. Aunque también es verdad que en lo individual resulta atroz y espantosa la suerte que les impidió crecer y desarrollarse hasta alcanzar la gran estatura a la que estaban predestinados. Por eso muchas veces, corrigiendo una vieja consigna, algunos de nosotros solemos decir: al compañero caído se lo llora y se lo reemplaza.

 El último día que nos vimos le dije a Enrique: «trabajá mucho y cuídate porque estoy seguro de que vas a ser un gran cuadro revolucionario». El, que me cargaba siempre por mi manía de decir que algunos de nosotros estábamos ya medio viejos y que eran los jóvenes los que estaban avanzando con más fuerza y decisión, me abrazó y me contestó: «y vos también», que era su manera dulce y candorosa de obligarme.

 Hemos querido expresarle así nuestro respeto y dolor: mi señora escribiéndole a la madre y yo a usted. Las dos cartas tienen que recorrer un largo y riesgoso periplo antes de llegar a manos de ustedes. Ojalá lleguen, ojalá sirvan como humilde tributo para confirmarles algo que, sin duda, presienten: la admiración y el cariño que Ricardo y Enrique supieron despertar entre quienes tuvimos el honor de ser sus amigos y compañe­ros.

 Para su señora mis respetos y condolencias, para usted un fuerte abrazo y el pedido de que en las tumbas de los muchachos una planta o una flor sea puesta como homenaje de nosotros cuatro. Patria o muerte. Venceremos

 Miguel Bonasso

Señora:

 Seguramente compañeros más autorizados han compartido con usted su dolor y sus pérdidas y han sabido darles el sentido más hermoso: el de la continuidad en la lucha. Yo no puedo intentar otro consuelo. Me mueve a escribirle una necesidad propia y el convencimiento de que su hijo Enrique querría que lo hiciese, tanto la recordaba cada día de los dos meses en que convivió con nosotros y durante los que llegó a ser, para mi compañero y para mí (como le decíamos medio en broma medio en serio), nuestro hijo mayor.

 Sé que nadie podrá decirle nada sobre él que usted ya no sepa: ni de su generosidad, ni de su ternura, ni de su entereza. Sí en cambio quiero contarle que en medio y a pesar de la guerra, logró vivir buenos momentos y tuvo con quién compartir profundamente sus alegrías y sus penas y hasta su condición de casi niño.

 Tuvimos la honrosa suerte de compartir con él casa y vida y su ejemplo nos acompaña desde la noche en que entró con mi compañero al lugar donde vivíamos. Desde ahí en adelante aprendí a conocerla y quererla como madre a través suyo, a través de mil anécdotas, de sus lágrimas sin pudor, recordándola el día de su cumpleaños, emocionado porque yo le hubiera hecho una torta, o riéndose de su supuesta opinión mientras le cortaba el pelo para que no tuviera que ir a una peluquería. Le aseguro que con lo mejor de nosotros mismos tratamos de compensar la ausencia de sus padres que sentía. Era tan fácil hacerlo con un ser humano como él, tan fácil mimarlo o transmitirle algún nuevo conocimiento que absorbía volando a través de un libro, un poema o una discusión.

 Jugaba con nuestros dos hijos y solía decir que pese a estar más cerca de nuestra edad que de la de ellos, en realidad estaba más cerca de ellos que de nosotros. Llenaba la cocina de papeles mojados para hacer su papier maché, que les enseñó a trabajar, y siempre estaban los tres pendientes de alguna figura que se les quemaba en el homo. Ojalá pueda algún día darle la que hizo para usted y que me dio el día de la madre, aclarándome que era un regalo temporario que yo debía tener y custodiar hasta que pudiera llegar de alguna manera a sus manos.

 Cómo nos reíamos cuando llegábamos y lo encontrábamos empapado de sudor haciendo ejercicios tenazmente porque creía que con nosotros comía demasiado y estaba engordando, o cuando cerraba la puerta de su cuarto para que no entrara el gato porque de noche le daba miedo. Las veces que con los chicos nos daba la sorpresa de esperamos con la comida hecha para ellos, o nos volvían locos los domingos escuchando a los Beatles de la mañana a la noche, o se apuraban traviesamente a ordenar sus cuartos para que yo no los descubriera en falta. Las largas noches en que nos quedábamos charlando después de ver hasta la última película de la televisión, mirando las fotos de sus sobrinitos que adoraba, o de su pasión por el cine, o haciendo planes, a veces serios a veces cómicamente disparatados, sobre nuestros futuros.

 No por eso se podía en ningún momento dejar de reconocer en él al mejor de los compañeros, ni de respetarlo como un hombre de verdad. Nunca le vimos un gesto indelicado, ni siquiera impaciente. Creo que puedo asegurarle que los cinco éramos todo lo felices que era posible ser en medio de la lucha.

 Puedo, señora, imaginar a través de mis sentimientos los suyos, y quiero que sepa que no sólo su sacrificio no será inútil, que no sólo está profundamente vivo en cada compañero y lo estará en la historia, sino que además él, individual y único, con sus ojos y su sonrisa, está grabado en el rostro de mis hijos cada vez que los miro, cada vez que los beso, y más aún, en lo que les ha dejado para siempre con su ejemplo que no es de los que se pueden borrar.

 Silvia de Bonasso.

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