De los males que sufrimos
Esta gente que habita el noroeste neuquino guarda en su interior un potencial de belleza y bondad. Ellos también, los vimos, se acercan a la comitiva oficial de la gobernación y cantan el himno nacional con fervor. Con esperanza. Después se arremolinan junto a los grandes asadores, buscando que les toque algo en el reparto. Hemos visto a personas maduras, hombres y mujeres, pelearse por un hueso con carne. Los hemos visto guardárselos, como un tesoro, entre los pliegues de un pañuelo de cabeza. No siempre, casi nunca, tienen ocasión de comer un pedazo de carne vacuna.
Ropas raídas, mal trazados; y las mujeres todas con polleras coloridas de verano: eligiendo la mejor que tenían para asistir a estos júbilos de las inauguraciones. Niños en brazos o prendidos a las faldas de las madres; y en todas partes, siempre muchas mujeres… Los hombres están en el trabajo, tal vez lejos. Como calzado llevan en gran parte las típicas ojotas, armadas con un cuero cortado a la forma de la planta del pie, y sujetado a la superior por medio de tientos (cordones). En este tiempo de agudo frío le agregan algún trapo para darse calor. Pero en muchos casos esos pies se apoyan sobre terrenos húmedos o sobre barro, y allí se observa a grandes y chicos con los pies envueltos en telas, chorreando agua.
Todo esto ya se ha dicho
De una u otra manera, las autoridades nacionales conocen este problema. Además siempre tendrían un helicóptero para allegarse a lugares intransitables, donde nosotros no hemos llegado, pero sobre los que es fácil imaginarse aún más acentuado el fantasma de la miseria. El de Bienestar Social es precisamente un ministerio que debería trasladarse de vez en cuando y radicarse en aquellas soledades por algún tiempo…
En junio de 1964, el gobernador Sapag elevaba un memorial al entonces Presidente Illia, en el que daba ilustrada cuenta de la situación «Neuquén vive bajo una triste realidad de hambre, ignorancia y enfermedad…». «Más de cien escuelas funcionan en ranchos ruinosos y la enseñanza se imparte en forma precaria…». «La desnutrición y carencia de medios de vestir que obliga a los niños a asistir a clase cubiertos de harapos…». «Neuquén tiene uno de los más altos índices de analfabetismo y deserción escolar». «Neuquén tiene los más altos índices de mortalidad infantil, tuberculosis, bocio, hidatidosis, mal de Chagas, etc…».
Sí, en realidad todo ya se ha dicho. En sucesivas notas, y a través de lo anecdótico, siempre surgido en alguna visita fugaz, otros tantos pantallazos mostrarán aspectos de esa patética realidad que condena al noroeste neuquino.
Tras los altos cerros que todo lo circundan, hay millares de argentinos que generalmente nunca vieron llegar a un gobernante. Aún trabajan y sueñan, arraigados a la esperanza de su tierra. A veces los echan del suelo que cultivaron sus padres y abuelos, como en el caso de Guañacos…
La luz de la vocación en un paraje desolador
Cuarenta kilómetros de caminos altos entre montañas separan a Chos Malal de Curaco, un nombre que es un paraje. Y en el paraje una escuela nueva, linda, amplia, moderna. La única. Existió otra en 1959, año en que se cerró la mina de carbón que se explotaba. La gente se fue. No quedaron niños. Después funcionó en un terreno privado, parte perteneciente al maestro. Pero cuando quedó cesante, sacó las cosas afuera, y la escuela dejó nuevamente de existir. Funciona hasta hoy en el boliche de don Carlos Alarcón, uno de esos típicos negocios de ramos generales, que tanto abundan en toda nuestra campaña, y que en Neuquén también suele hacer de posta, registro civil y sede de cuanto funcionario llega para realizar algo o a llenar planillas que desde hace años van conformando un cuadro exhaustivo de la realidad. En esas planillas y cuadros, estadísticas y gráficos se puede descubrir por ejemplo que el 44 por ciento de los niños repite grado. Un informe del gobierno de la zona noroeste: «En el departamento Minas los ríos se atraviesan por medio de cajones colgantes y es muy peligroso cruzarlos en época de deshielo. También se debe mencionar el bajo nivel de vida de las familias. Los niños mal alimentados, se desmayan, a veces en clase, y la desnutrición afecta su capacidad de asimilar los conocimientos impartidos». (Informe de agosto de 1970).
La maestra de Olivos
Vino hace seis meses. Es una maestra sin escuela. Cumple su misión en el comedor de la familia de Alarcón. Allí vive. Es la única casa entre esos cerros. Margarita Miguel Seguí es española. Y argentina desde niña y para siempre, dice. De cabellos rubios, largos; rostro armonioso y hermoso; en sus ojos claros y en sus labios como apretados, revela un firme carácter. Desde que vino a Curaco todo ha cambiado, nos dice una vecina. Como quería el verso apologético es «la segunda mamá» de los alumnos. Y de todos los niños. A raíz del desalojo, la concurrencia este año había decrecido. Margarita montó un caballo y fue hasta la costa del río a unas 8 ó 10 leguas a reclutar niños. Fue sola y vino al cabo de dos días con cuatro negritos temerosos. Allí viven toda la semana. Comen. Se asean. Aprenden modales. A vivir en comunidad. Escuchan cuentos. «Desde que le regalamos una caja con seis lápices de colores, Juancito no quiere desprenderse de ellos: cuando va a dormir los coloca bajo la almohada». Algo tan pequeño y simple, diríamos nosotros, que para él adquiere una sugestión de maravillosa magia.
¡Falta tanto aquí!
Durante un día, en esa gira apurada y prieta de acontecimientos, Margarita integró la comitiva y fuimos conociéndola. «Vivía con mis padres y en Olivos. Soy maestra y también arqueóloga. Sentí necesidad de hacer algo que llenara mi vida, que alegrara mi corazón. Y pedí venir a una escuela lejana. Papá y mamá no estaban de acuerdo. Pero van a comprender; yo me quedaré. Tengo mucho que hacer». Y vamos sabiendo cosas. En este nuevo edificio, utilizará un aula para atención sanitaria y se ha preocupado logrando que el médico haga una visita periódica. Antes no había médico. Tiene 45 niños, desde 1° a 7° grado. Les enseña todo lo que puede; lo que figura en los planes; y a coser, a tejer, a cocinar, y todo lo que tal vez nunca hubieran aprendido. «Hay un problema con la concurrencia, dice, los padres van a la cordillera a llevar sus haciendas; en las casas quedan las mujeres durante el verano. A ellas le enseñaré a tejer con sus propios hilados; voy a crear un cuerpo de artesanía. Estamos construyendo un horno para cerámica, para que trabajen los niños y los mayores. ¡Falta tanto aquí! La técnica de los cultivos es pobre. Habría que enseñarles, orientarlos». Aprovechó la visita de la comitiva oficial para pedir que le mandasen algún técnico en construcción de viviendas. «No quiero que vengan a hacer casas; quiero que me enseñen, yo a mí vez les enseñaré a las madres, y nos hemos propuesto ir construyendo juntas casas para todos». Nos explica que suelen habitar en la costa del arroyo, en chozas de 1,50 metros de altura. En condiciones infrahumanas.
Piedra, montaña…
Un tocadiscos viejo, de voz débil, sirvió para escuchar la marcha «Aurora» cuando se izó la bandera en el nuevo mástil, y luego el himno nacional. Fue una mañana de intenso frío y viento cruel. Los 45 niños estaban ateridos, temblaban hasta los delantales. Piedra, montañas, soledad, una vegetación rala, pardusca, los niños llegan a la escuela desde lugares situados hasta a 4 kilómetros, cruzando cerros, recorriendo senderitos que han ido formando con sus propios pasos. Después nos enteramos que a Margarita le han ofrecido un cargo importante en la Dirección Provincial de Escuelas. No aceptó. «Cumpliré aquí mi misión y cuando todo esté encarrillado, me iré a otra escuela más lejana». Ejemplos como éstos, tan remotos al conocimiento, concilian de tanto egoísmo, a veces sórdido y obscuro. Margarita Miguel Seguí no es el único caso; otras maestras también de Buenos Aires han elegido el camino del amor.
Comer… y aprender
Casi todas la escuelas tienen comedor escolar; algunas, albergue, es decir que allí conviven los niños durante seis días semanales. Los padres se van a la «veranada» y llevan a sus familias. La comida que se da es buena, abundante en calorías. Variada. Las escuelas, nos dijo un inspector, probablemente, han salvado muchas vidas. La atracción del comedor escolar es importante para la concurrencia; pudiera ser que se vaya a la escuela más para comer que para aprender. Pero las escuelas en estos desolados parajes cumplen otras funciones. Cuando los maestros tienen vocación y humanidad. Entonces, la maestra o el maestro es consejero de los padres, consultor de asuntos técnicos, comerciales, en suma, un juez de todas las causas; una enfermera también; y el «diputado» del paraje ante las autoridades. Es difícil la vida allí si no se la alienta con un ideal de fraternidad. Hay maestros nos dicen, y es muy habitual, que se han entregado al alcoholismo. Otros han sufrido neurosis y otras perturbaciones análogas y finalmente, cierta cantidad, como en el caso de Chapúa, el maestro es criancero. O sea, cría «animales», chivos, ovejas. Comercia y dedica buena parte de su tiempo a esa actividad que le es más fructífera. No podría concebirse en estos lugares un maestro dedicado estrictamente al cumplimiento de la función específica. Aquí es necesario algo más. Mucho más. Aunque le paguen con tres meses de atraso, como ocurre.
Saludoso Sepúlveda: el retorno feliz al terruño de Guañacos
Si la historia fuera un texto, aprenderla sería un esfuerzo de la memoria. Pero mucho más allá de la función escolar, el hombre nutre sabiduría de pasado y sabe encontrar la proyección de esos hechos. La historia vive en virtud de su futuro.
Por ley de frontera de 1878, la nación se dispuso a tomar posesión jurídica de las tierras patagónicas. La Campaña del Desierto fue su brazo ejecutor. Uno de esos fortines emplazados en un silencio de piedra se llamó Guañacos, y se halla al sudoeste de lo que es hoy Andacollo, y sólo 40 kilómetros de la frontera con Chile.
Al amanecer de un verano de 1881, los indios atacaron aquella avanzada. La presencia del indígena fue avistada por los vecinos de aquellos lugares, arrieros o criadores seminómades. Comandaba el fortín el alférez Elíseo Boerr. Muchos eran los atacantes; pocos los recursos en armas, y remotas las posibilidades de salir triunfantes. Los 17 vecinos se unieron a los 12 soldados. Es un episodio lejano, casi desconocido para muchos; soldados de la pobreza, de las privaciones, de la desolación, amasaron un mismo temple heroico que fue otra página de aquella epopeya.
Todos murieron; menos el ejemplo que se hizo historia. En muchos de esos lugares de inmensa y misteriosa quietud, suelen encontrarse dos palos cruzados en cruz, un montoncito de piedra; son las tumbas de aquellos tantos soldados y otros tantos cruzados que a través de los años entregaron su voluntad gigante para poblar aquellas regiones.
Entre indios y chilenos
Donde hubo un fortín y quedaron tumbas, el valle de Guañacos prosperó con el trabajo de pobladores indígenas ya incorporados a la paz. Alquilaban esas feraces tierras a propietarios chilenos. En 1891, había en ese conjunto de vallecitos que se conocen como Guañacos, 61 familias. Casi a fin de siglo había una escuela y de 100 a 150 familias. Argentinos eran aquellos que poblaban ese olvidado lugar, hijos y nietos de los que allí se radicaron por vez primera. La justicia tiene muchos vericuetos para quien no la conoce, y algún nombre primitivo figuraba como propietario, sin saberse cómo otro era el dueño más tarde. Y éste inició juicio de desalojo. ¿Cómo arrojar de esas tierras a quienes las habían poblado, y que allí constituían la única presencia argentina, en una zona donde la influencia extranjera es marcada? Hubo entonces una ley provincial votada por unanimidad a efectos de expropiar esas tierras. Fue en noviembre de 1962. Luego vino una intervención y no se cumplieron los recaudos para hacerla acatar. Dos años después se promulga otra ley en igual sentido, y nuevamente la intervención. Y un día el juicio legal, iniciado por el propietario de aquel valle, tuvo curso. Más de cien familias debieron abandonar la tierra donde habían nacido. Se fueron a cualquier parte, pero preferentemente a las zonas más pobladas del Neuquén. Dejaron desierto todo un pedazo de frontera. La escuela se cerró; y aquellas tumbas lejanas de la historia y el heroísmo, solitarias, a merced de las pezuñas de la hacienda.
Lágrimas del regreso
Tres años después, una mañana del 23 de abril, llegaron a Guañacos algunas de aquellas gentes. Vinieron desde rumbos distintos y, al encontrarse, fueron más las lágrimas y los abrazos que las palabras.
El actual Gobernador Sapag dictó una ley expropiando una parte de esos campos y que comprende la restitución de 10.000 hectáreas a sus antiguos pobladores. El acto es celebrativo y reivindicatorio. Mario Cirilo Herrera izó la bandera esa mañana de frío. Habló Saludoso Sepúlveda en nombre de los que estaban y estarán. Todos cantaron el himno nacional, cuyos sones en medio de aquella soledad parecían querer cubrir de Argentina el desierto. Grandes picachos blancos de nieve se recortaban sobre un cielo celeste, al que vino a dibujarle un sueño de futuro el lento vuelo de las águilas.
Un argentino
Como todos los pobladores de la zona, él también lleva marcado en su rostro el signo fuerte de la raza india. Allí él con su madre en un rancho de adobe, con algún piño de chivos y algunas ovejas. No quiso creer cuando le dijeron que debía irse porque la ley lo mandaba. Él no podía entender que le quitasen esas tierras que parecían de nadie y sí de ellos que las habían hecho pródigas por vez primera desde que el mundo fue creado. Se resistió al lanzamiento.
El relato, es natural, nos viene ahora por autorizado testimonio. Monseñor de Nevares, quien conoce los hechos y que fue en su momento protagonista de una denuncia dirigida a la opinión pública, nos lo ha transmitido.
En pleno invierno abrieron las compuertas de las acequias y el agua fue invadiendo el predio de Saludoso Sepúlveda. El rancho se vino abajo. Tomó a su madre y llevándola en la grupa de su caballo, abandonó esa misma tarde, igual que todas las familias, la vieja heredad donde cabía todo su pasado y había soñado todo su futuro. En medio de la nieve, allí donde no hay camino alguno, encontró a pocas leguas alguien que le ofreciese albergue para él y para su madre de 84 años.
Hoy Saludoso Sepúlveda no ve aquel cielo obscuro del ocaso, hoy lo ve celeste, y no obstante su sonrisa, un dejo indisimulado de dolor marca en su rostro la ausencia de su madre quien no pudo compartir esta alegría: murió el año anterior. Saludoso Sepúlveda, en un rincón llamado Guañacos, es también la historia viva, el hilo histórico de una Argentina que aún busca conquistar el desierto de sus fronteras y el corazón agredido de todos sus hijos.
Escuela con techos de paja y un pueblo llamado Cayanta…
Conviene reiterar que todas las referencias relacionadas con estas notas están inscriptas en los cuatro departamentos de la provincia neuquina: Chos Malal, Ñorquín, Minas y Pehuenches que, como hemos anotado, están sufriendo desde hace muchos años un continuo éxodo, que ahora se busca revertir.
La escuela, fundamento de todo programa, señala uno de los pilares vulnerables de esta situación: en el total general de escuelas primarias nacionales, provinciales y privadas de esos cuatro departamentos, la estadística del período escolar marzo-noviembre 1969, consigna un dato asaz ilustrativo y deplorable: sólo el 45 por ciento de los matriculados llega hasta segundo grado.
Las aulas del éxodo
Esto conforma, como es de imaginar, un escaso nivel cultural, que se mantiene o sostiene por la ausencia de vínculos humanos múltiples, el casi desconocimiento de diarios y revistas y el reducidísimo número de familias que poseen receptores de radio en zonas rurales; en una palabra, por un aislamiento casi general…
Un escarpado camino lleva a Caepe Malal, a 32 kilómetros de Andacollo, allí funciona la escuela nacional N° 7, cuya fama es difundida por los pobladores: se dice que es el establecimiento más limpio y cuidado de todo el país y se comprueba después de visitarla. Todo reluce y el orden parece el de la total inactividad. Sin embargo, recibe a 50 niños. Fue creada como escuela de fronteras, de acuerdo con la ley 17591. Dos maestras, una cocinera y un director mantienen el edificio en inmejorable estado, cuya amplitud y comodidades superan en mucho todo lo necesario, construido en la época de Perón. En la zona comprendida por la escuela, hay nada más que 179 habitantes. Todo lo que allí se hace es obra de un inverosímil maestro, Claudio Francisco Cambours, que ha creado ese orgullo, y a cuyo esfuerzo y abnegación se debe la evolución y desarrollo del establecimiento. Porque los maestros, como dijimos, no pueden limitarse a las funciones específicas establecidas por las normas de los planes regulares, en esas regiones el maestro es siempre figura relevante. No resulta extraño entonces que Cambours, en posesión de todo un instrumental médico quirúrgico, haya atendido más de una vez un parto; y según dicen los vecinos, realizado también algunas operaciones serias sin tener el título. «Ello, como se comprende, implicó un gran riesgo al violar las leyes sobre el ejercicio de la medicina….». Un vecino nos decía: «pero si no hubiera sido así, más de uno hubiera muerto».
En día de lluvia o nieve, el maestro sale a buscar a los alumnos con su vehículo particular; muchas otras veces transporta las provisiones que llegan para el comedor escolar. No recibe por ello ayuda ni para pagar la nafta. «Si además hubiera albergue en esta escuela, como se ha estado propiciando, vendrían 130 alumnos», nos dice Cambours, quien fue hace unos años profesor de la escuela normal de Neuquén, aceptando las tareas actuales como una suerte de misión vocacional… Y agrega para explicar: «Hay muchos chicos que van con sus padres a la «veranada»; si no tienen albergue no pueden venir a la escuela».
Cayanta y Bella Vista
Hay escuelitas de adobe, con piso de tierra. Hay comisarías de igual construcción. Ante nuestro asombro, nos dice el jefe de policía: «Ya va a ver usted la de Cayanta. Sáquele una fotografía si quiere». Y la sacamos.
Pero estamos en Bella Vista, un lugar como de ensueño a donde se llega por el camino más riesgoso de la provincia: una cornisa alta de curvas cerradas. En medio de una alameda compacta, está la escuela a 30 kilómetros de Andacollo. Es el otro extremo de la de Caepe Malal. Por su techo de paja trenzada, la lluvia riega generosamente el aula única, con bancos despintados de barnices y revestidos de esa suciedad que impone el roce continuo de la tierra. Apenas una ventana íntima, los mapas sobre el barro de las paredes y junto, tras una puerta, la habitación del maestro. Ese que todas las mañanas ordeña su vaca para dar leche a los chicos, esperando se supere alguna vez el atraso de las partidas destinadas al comedor escolar.
Por allí cerca vive una comunidad indígena, con apenas 150 hectáreas; tan pocas, que en la visita oficial se propone y resuelve afectar 20 hectáreas del amplio terreno de la escuela para ser agregada a la «reserva». Ese día los niños visten guardapolvos, pantalones y zapatos nuevos e iguales. Le preguntamos a un vecino: «Estoy asombrado», nos dice.
Cayanta. Un nombre en el mapa
¿A cuarenta kilómetros de la frontera con Chile existe un pueblo? ¡No! ¿Un conglomerado de edificación y gente? ¡No…! Se trata simplemente de ubicar un nombre en el mapa, para designar un cierto sector de la provincia y la cordillera. Así, rodeado de montañas, subsiste en tierra argentina, Cayanta. Una construcción ruinosa de adobe es la comisaría; otra, la escuela. Allá lejos se ve otro rancho, después cielo, nieve en las cumbres y un río limpio y ancho, el Nahueve. Dos perros, unas cuantas gallinas, cuatro vecinos y niños; una escuela de adobe desde hace 53 años; un sacerdote salesiano, Florindo Zandonella, que nos resume un pensamiento típico de la región noroeste: «Sí, hay que comer todos los días, aunque son muchos los que no tienen con qué, más de una vez».
Hay una fiesta en el lugar donde está a punto de inaugurarse la nueva escuela nacional construida por la provincia. Una que suplante los puntales con que se sostiene la anterior para evitar su derrumbe; una sola ventanita de un metro de largo por 30 centímetros de ancho, con maderas cruzándola para sostener los cartones que reemplazan a los vidrios; puntales como columnas también, en medio del aula, evitan que se caiga el techo. Y la comisaría igual. Dice la mujer del encargado: «No sabemos si afuera hace más frío que adentro». Catres. Piso de tierra. Ruina. Miseria.
Apenas vinieron al acto algunas gentes, medrosas. Se las veía bajar de los cerros próximos; hombres y mujeres a caballo, otros a pie. Veinte personas. Los demás no se arriman. Huyen de la gente. No saben cómo comportarse. Contestan parcamente, con la cabeza gacha. No hablan de gamutones. Ni saben que el hombre llegó a la luna. No les preocupa la maxi o minifalda, tampoco el corte de pelo a la navaja. Nunca oyeron hablar del 4,2,4, ni del gol average. Se enferman y mueren jóvenes. O niños. Cayanta en suma, es para nosotros, un mundo tan lejano, como para ellos la luna.
Noroeste neuquino: La patria amarga de los argentinos
Todos estos problemas del noroeste neuquino esbozados a través de las notas anteriores pisan sobre la tierra no firme: «el problema de la apropiación ilegítima de tierras», enunciado por el gobernador en su visita a Tricao Malal, es reiterado por los conocedores de la región. Dicho en otras palabras, las tierras fiscales ocupadas por esa zona representan el 45 por ciento del total y aunque el productor es dueño de las mismas en un 32 por ciento de la superficie, en realidad está muy lejos de reflejar la idea de que el 32 por ciento de los productores sean, en efecto, propietarios.
Por ejemplo: casi el 50 por ciento de las explotaciones abarcan menos de 100 hectáreas, circunstancia que torna gratuito cualquier comentario al respecto. La precariedad de la explotación agropecuaria no es precisamente una fuerte razón de arraigo y de progreso. Alguna vez ése es el sentido de los nuevos programas enunciados por las políticas de desarrollo y seguridad. El afincamiento del hombre a la tierra, y los medios para que él pueda cultivarla con eficiencia en un ambiente de mayores posibilidades sociales y culturales, permitirá solventar la dramática vida de esa gente, marginada en la actualidad de los más elementales beneficios que caracterizan a una civilización.
Fronteras argentinas
El concepto está enunciado claramente en la ley de fronteras de febrero de 1970, cuando expresa: «Facilidad de acceso a la tierra y vivienda propia; radicación y arraigo de la población, asistencia técnica a la economía regional, apoyos de carácter económico y financiero». Monseñor de Nevares, quien realizó a caballo en la primera quincena de marzo de este año un largo viaje de muchas leguas por la región, resumió sus conclusiones así: «Observando en los pobladores su riqueza espiritual y su pobreza material, se comprueba que subsisten, a pesar de los esfuerzos realizados, los graves problemas denunciados en 1969». El batallador prelado de la diócesis sugiere para mejorar la situación comentada, que se tomen medidas urgentes: facilitar la adquisición de las tierras, eximiendo a los pobladores de cargas e impuestos, otorgarles créditos, favorecer al comercio de sus productos, y agrega algo más que vale la pena reiterar, porque demuestra de manera concreta la diferencia de varas con que suele medirse a los argentinos: «Si medidas similares de promoción se adoptan en favor de los agricultores y ganaderos de la provincia de Buenos Aires y de los chacareros del valle, ante cualquier tipo de siniestro, con mayor razón se debería favorecer la radicación de estos pobladores a quienes, en definitiva, se debe que nuestras fronteras aún sean argentinas».
No son pocos aquellos que visitan las zonas del noroeste y encuentran en la adustez de sus montañas, en la soledad misteriosa de sus cañadones, una magia que impresiona sus espíritus. Muchos hubo que en congresos de alta oratoria descubrieron la riqueza ignorada en otros tantos ignorados yacimientos de la historia; se suele nutrir el folklore con canciones que riman con el dolor indio, y otras, de acento más rebelde, que hacen sublevar palabras en gestos de reivindicación gaucha; y hay, hubo y habrá, grandes programas de exhaustivos estudios sobre la situación de este pedazo de Argentina.
El indio de ayer…
La arqueología seguirá alimentando anaqueles y el arte, pentagramas. El indio de ayer, generalmente integrado en esta otra raza criolla que habita y padece este noroeste, es desde el principio al fin, un ciudadano argentino, pero por sobre todo una criatura de Dios. Para su vida breve y sin esperanzas, para su enfermedad frecuente y esa muerte siempre al acecho, nada le ayudará que no sea aquí y ahora, en su patético presente… Los proyectos futuros son sin duda, la única salida definitiva para todos estos problemas, cuyos enunciados, aunque muy limitada y fraccionadamente, pretenden ser el testimonio vivido junto a aquellos que lo padecen.
Algunos podrán sentirse orgullosos por obras que, en alguna medida, han ido creando en la zona posibilidades más humanas; otros dormirán tranquilos y sin cargos de conciencia, porque ya han puesto en marcha planes de futuro… Pero el hombre de la calle, el argentino común que puede llegar a conocer aquel drama, siente tocar su corazón y angustiarse sus horas, para sólo rogar o gritar: ¿hasta cuándo? ¡Dios mío!.
Estas notas recogidas en ese noroeste neuquino trasladan algunas pinceladas de un paisaje triste al conocimiento de muchos. Puede que rebelen el ánimo de unos y depriman el de otros , pero lo cierto es que a la luz de la experiencia y aunque sin perder la esperanza: ¿cabe esperar con optimismo la reacción de quienes corresponde?.
Hasta aquí llega la función periodística; más allá la palabra la tienen las autoridades.
Diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca, 15 de mayo de 1971.