41 – Noroeste Neuquino: Un sufrimiento Argentino en la Nieve del Silencio 1ra. Parte

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Noroeste neuquino:

un sufrimiento argentino en la nieve del silencio

 Neuquén cordillera del olvido

 Bastó una recorrida de cuatro mil kilómetros por los departamentos neuquinos de Chos Malal, Minas, Ñorquín y Pehuenches, para atrapar con los ojos la dramática situación de un grupo de hombres, mujeres y niños argentinos, abandonados en eterno monólogo con la soledad, a veces al hambre y casi siempre a la miseria.

 En su edición del 15 de mayo de 1971, el diario «La Nueva Provincia» inició la publicación de una serie de ocho notas de su enviado especial Miguel Angel Cavallo, quien recogió en su recorrida por el noroeste del Neuquén, la amarga visión de un mundo encerrado en nuestras fronteras, donde la mano de Dios acarició la naturaleza y el hombre argentino enarboló su olvido.

 La recopilación de las mismas es testimonio de esa realidad.

 Un testimonio argentino en la nieve del silencio

 Por muchos caminos se va a la belleza: aquellos lagos y montañas que admiran y fascinan a los viajeros del mundo entero, esa vegetación múltiple y lujuriante de los inmen­sos parques, esos valles encantados y esos prados apretados de hierbas coloridas irrumpen a los ojos ávidos como una alucinante sugestión escénica, creada en la infancia de los tiempos, para que en Argentina se reúna en asombrosa continuidad de panoramas el prodigio de la naturaleza. Hacia la cordillera y hacia el sur, el itinerario asombra por ese contraste de la placidez y el misterio que parecen fijar en su grandeza, la definición de la eternidad.

 Para que el mundo conozca esta magnificencia del sur neuquino, circulan en las embajadas lujosos folletos multicolores y ya la fama va tornándose tentación para aquellos viajeros que buscan la profunda verdad de los parajes intocados. Los que vivimos en esta tierra henchida de tanta belleza, a veces planeamos itinerarios de nieve y cotos, de paseo y esquíes, de termas y contemplación. Nos sentimos orgullosos y felices.

 Es rica y próspera la provincia neuquina que tanto atesora. Pocas hay como ella que puedan ofrecer tan integralmente los dones de la tierra: hidrocarburos, yacimientos de múltiples minerales que aún aguardan la explotación o su descubrimiento, cursos incontables de agua, praderas. Pronto iniciará su actividad en Campana Mahuida, una mina de cobre de promisorias metas, que reunirá en su torno cuantiosos capitales y extraordi­narios recursos y presencia humana. En 1960, la provincia contaba 100 mil habitantes; en el censo del año 1970 había crecido a 154.000. Su capital tiene toda la fisonomía de una gran ciudad, y en su torno las quintas le pintan horizontes vegetales de singular riqueza. Por esa pujanza creciente nos sentimos orgullosos y felices.

 Camino de soledad y piedra

 En seguida ha de terminar el asfalto. Y en las estribaciones primeras de los Andes, comienza la soledad, la piedra y el silencio. Pueden cruzarse en pleno macizo cordillerano cerros y cerros, faldeando riesgos inverosímiles, y leguas de ir recorriendo por esos lugares donde pareciera que nunca nadie hubiera puesto allí su planta, y en todas partes, allí donde la montaña permite un vallecito se encontrará una vida humana. A través de leguas y leguas, por más que se intentase descubrir la total soledad a cientos o miles de metros de altura, entre una escasa vegetación arbustiva y pastos duros y amarillentos, siempre habrá una vivienda. Y en ella un hombre, una mujer, hijos, perros, un caballo, la hidatidosis que es récord en la zona, la ignorancia, la pobreza desmesurada, el frío, la desnutrición, la enfermedad. Gentes a veces temerosas de la compañía humana que llega, parcas en palabras, harapientas de exterior, y tan ricas de bondad simple y elemental.

 El espectáculo se repite cientos de veces en cada rancho que se encuentra en una ancha franja de cien kilómetros de montañas antes del límite fronterizo, y en un largo de centenares de kilómetros. Un mundo inmenso, al parecer inhóspito y solitario, donde la piedra es el alma de la tierra.

 Donde estuvo el Paraíso

 Dos mil kilómetros recorrimos por esos cuatro departamentos enunciados como el «noroeste neuquino». Chos Malal, Minas, Ñorquín, y Pehuenches. El primero tiene 5.502 habitantes, hace diez años eran más, 6.005. Minas disminuyó en ese lapso el diecinueve por ciento; Ñorquín, cuenta con 3.518 habitantes, sobre 4.382 de 1960. Sólo Pehuenches aumentó en un trece por ciento. El departamento Confluencia que inscribe a la ciudad capital aumentó en esos diez años el setenta y seis por ciento. El éxodo.

 Hay un hermoso libro escrito por un conocido neuquino, el doctor Gregorio Álvarez. Poetiza las bellezas de la región lacustre. Se titula «Donde estuvo el paraíso».

 Adobe, piedra, silencio y un piño de chivos. Millares de argentinos que no leen un diario ni una revista. Con un alfabetismo, cuando hay, de primer grado. Sin que la radio le traiga un mensaje del otro mundo, que es el nuestro. Con escuelas lejanas. De 90 niños muertos antes de un año de edad, 67 no tuvieron atención médica.

 La gran mayoría de la población del noroeste, es rural. Muchas veces no hay un camino. Su dieta es pobre en cantidad y calidad. Poseen otro récord también: el más alto consumo de carne per cápita. Chivo, casi siempre. Todos los días, y todos los días además, fideos, pan, yerba, vino. Nada más. Todo el año.

 Lo que cuesta escribir…

 La mitad de los que nacen en la provincia del Neuquén, incluido el departamento Confluencia con la ciudad capital, no llegan a los 33 años. Las cifras oficiales dicen muchas cosas: en los cuatro departamentos que forman el noroeste de la provincia, año 1968, de cada 1.000 seres que nacen, mueren 125 antes de cumplir un año de edad. Es decir, de cada ocho nacidos, muere uno. En Estados Unidos, la comparación es cruel, la mortalidad antes de un año es del 22,1 por mil. Tenemos una provincia saliente en niños que se mueren. Cuesta escribirlo. La neumonía, la enteritis, gastritis, colitis, son las principales causas. Ya dijimos que en pocos casos está el médico. El promedio general de vida de la provincia es igual al de Argentina en el año 1914. Hay pedazos del país que parecieran desprendidos, indescubiertos, ajenos a la sensibilidad.

 Claro que hay proyectos. Los hubo siempre. Es presumible y honesto pensar que ese drama será encarado resueltamente ya. En febrero de 1970 se dictó la ley 18575 de frontera, en la que se considera la existencia de «condiciones de debilidad económica y demográfica». Algo se ha hecho. Ya no importa distribuir culpas. Los hambrientos, desnutridos, los que mueren, niños o jóvenes, son argentinos. La reacción elemental no ha de esperarse únicamente de los gabinetes de mando: éste es un problema de la conciencia y del corazón argentino.

 El indígena neuquino: un solitario a perpetuidad

 En la ley 18575 de frontera, se propugna fundamentalmente «la radicación y arraigo de la población». En Cajón de Almaza hay una escuela de 10 alumnos. Hace tres años había 67 alumnos. Las familias han emigrado. Un informe oficial del gobierno provincial en el que se estudia la situación del noroeste neuquino, dice: «La emigración que se da en esta área está originada en la pobreza y en la miseria que se vive en el lugar de origen». Y agrega: «Esto hace que el desempleo rural se traslade a las ciudades o se convierta en sub-empleo ya que no existe todavía en las poblaciones neuquinas suficiente demanda de mano de obra que lo pueda absorber…Además sus actitudes, motivaciones y valores no son los más apropiados para facilitarles la asimilación…». Muchos de los emigrados van a los núcleos, y seguramente a las villas de emergencia. Otros construyen ranchos misérrimos a la vera de los caminos, junto a zonas de quintas y viven de changas que muchas veces mendigan.

 El verbo mapuche

 Poco queda de la raza india en la región noroeste. Agrupaciones indígenas existen en Minas y Ñorquín, y suman 687 personas. Se dedican a una precaria agricultura, crianza de animalitos, según las propias palabras, y algunos son jornaleros en minas pequeñas. En Cajón del Manzano, Loncopué, cuando llegó la comitiva oficial en su gira por el noroeste, la aguardaban 60 indígenas a caballo. Forman la agrupación Silvano Mellao Morales, su cacique. Muchos de ellos con el difundido y abrigado poncho Castilla, que se compra en Chile. Saludaron al gobernador con un cartel en el que se leía: «Lonco Sapag». La palabra mapuche significa ‘cabeza’, ‘jefe’. Bajo una fina llovizna la asamblea popular reunió a la comunidad, y el cacique llamó a su «secretario» para leer el petitorio. Así fue textualmente la escena:

 Señor Gobernador, primero: Que saquen al maestro…Segundo…

Un momento, pidió el gobernador, ¿Por qué quieren que saque al maestro?.

Porque cuando vino, contestó el cacique, me mató la vaca.

¡Cómo…!

A palos, respondió de inmediato el «lonco», entendiendo una pregunta.

¿Por qué le mató la vaca?

Porque dice que le pisaba la huerta.

 Consultada la asamblea indígena de si querían al maestro, la respuesta fue unánime. Algunos explicaron: «Yo no mando más a mi chico a la escuela. No lo queremos. Antes había 80 alumnos, ahora 40».

 Tierra y semillas

 Rostros curtidos, o más bien avejentados, daban aire de solemnidad al momento. Hombres y mujeres estaban junto a sus chozas, de barro, a dos aguas, de baja altura. Son 42 familias que componen esa agrupación, y tienen 6.000 hectáreas.

 Queremos, siguen peticionando, que se mensuren las tierras y un canal de riego… un tractor, semillas. Citan a un propietario que ha corrido el alambrado, reduciendo sus tierras. Este es un problema muy repetido en esa zona.

 La tenencia de las tierras por los propios productores es un tema que en esa región tiene valores definitivamente indiscutibles. «Facilidad de acceso a la tierra y vivienda propia». Es otro de los objetivos anunciados en la ley de frontera. En esos departamentos, los lotes fiscales representan del 60 al 80 por ciento del total. El rendimiento por hectárea es escaso aunque en ciertas áreas se utiliza el agua mediante el desplazamiento de vertientes, todo hecho rudimentariamente. En Chos Malal, pongamos por caso, de 68.451 hectáreas, el 80% son fiscales y el 13% arrendadas. No hay pues propiedad de los pro­ductores. Un viejo vecino de esa localidad nos decía que ése es el nudo de toda la cuestión. No hay interés de mejorar las plantas de esas poblaciones. Otras grandes extensiones pertenecen a propietarios antiguos que nunca conocieron el lugar, y que transcurridos los años, negociaron sus tierras, sin que se tenga siempre una certeza acerca de la propiedad, porque sucesivas sucesiones y ventas transitan itinerarios sinuosos de expedientes judiciales.

 La altivez perdida

 Estos indígenas que conservan buena parte de sus tradiciones no tienen por supuesto aquella altivez que hizo heroica la raza. Corridos una y otra vez, marginados por los beneficios del progreso, sometidos a una vida socio-económica estrecha, pretenden nada más que mantener sus actuales tierras y prosperar en ellas. Quizá no pidan más, porque pocas esperanzas tienen. De modo que después del maestro, el canal, el tractor y las semillas, finalizaron aquella asamblea bajo la lluvia con: «Queremos que se alambre el cementerio». Tres viejos, muy viejos, son sostenidos por la comunidad con lo poco que pueden. Para ellos también pidieron un subsidio. Más allá veríamos después a un ejemplar típico de la raza, un rostro como esculpido en piedra, la cabeza erguida y la mirada firme, arrastrar su renguera y su ancianidad. «A mí me dan un subsidio de 2.500 pesos mensuales». A su lado, hacía como de lazarillo una india vieja, encorvada. «Es mi hija, la única que me ayuda a criar algunos animalitos». Cuando supimos su edad, se amontonaron amargas reflexiones: tenía 39 años. Las privaciones, enfermedades, abandono, habían transformado de tal modo su rostro. Y su cuerpo.

 Por lo demás no hay que buscar gente joven en esa zona. Se la ve muy poco. Muchos ancianos y niños. Los jóvenes se van. ¿Alguien podría pontificarles acerca de la necesidad de mantenerse adictos a la tierra y a sus tradiciones?. ¿En nombre de qué?. El maestro de Caepe Malal nos ilustra «Tengo unos poquitos alumnos de 13 y 14 años, y uno solo de 16. Cuando llegan a esas edades abandonan la escuela y el lugar. Se van a los centros poblados». Todos los maestros nos han confirmado ese fenómeno. Y porque lo comprenden cabalmente, es decir, humanamente, están de acuerdo con esa actitud. La frontera se despuebla.

 Una incomunicación que borra poblados del mapa

 «La zona se encuentra prácticamente incomunicada, aislada del resto de la provincia» dice un informe del gobierno provincial de agosto de 1970, respecto del noroeste neuquino. No llegan casi nunca diarios, sino a los más grandes centros poblados, que son pocos. Ni la gente tiene costumbre de leerlos, si sabe leer. Las únicas radios que se escuchan son chilenas. Llegan con dificultad, una de Zapala y otra de Neuquén capital. A veces, algunas de Mendoza. Pero las radios del país vecino entran bien y a toda hora. Chos Malal, el más importante centro demográfico debiera, elementalmente, ser sede de una emisora. Sería ingenuo hablar de televisión. El cine, ese instrumento tan importante de cultura y de recreación, no figura sino en dos o tres poblaciones. Precariamente. En Chos Malal un alumno de 7° grado reveló a nuestra incredulidad que nunca había visto una película. Ni en la escuela.

 El hábito de la soledad

 Y si no hay un solo metro de asfalto y si los caminos son de tierra y no llegan a todas partes, y los ríos son barreras, como la nieve o el frío, esta ausencia de medios físicos para comunicarse es menos preponderante que el hábito de la soledad, que incluye, naturalmente, un cierto temor a la compañía.

 En un boliche de El Huecú, vimos a diez paisanos del lugar. Durante media hora, refugiados del frío y de la nieve, junto a una ginebra apenas si cambiaron de vez en cuando algunas palabras entre ellos: miraban distraídamente cualquier cosa o simplemente, a nada. Quizá estaban refugiados de la caravana humana que había llegado momentos antes al lugar para inaugurar obras que para ellos deberían ser importantes. Allí quedaron, ajenos, callados, quizá desconfiados, tal vez temerosos.

 El Cajón Carril

 Se están construyendo algunos puentes pues los ríos separan. Todo el río Neuquén atraviesa esa zona, y después de 500 kilómetros va a unirse al Limay para motivar con su impulso, sin precio, la mayor presa hidroeléctrica del país. El río Barrancas que se hace Colorado allí, en el límite este, forma un pequeño lago más arriba, frente al paraje homónimo. Un viejo indio nos decía que una leyenda presagiaba un desborde trágico. La advertencia corría en todos los lugares y era sabida por todos: dos caballos muertos habían sido arrojados al río, y entorpecían el cauce en su desemboque de la laguna. No eran dos caballos, eran quizá dos enormes piedras que hacían de dique. La agorería se cumplió y la laguna volcó sus arrebatos sobre toda la zona, en diciembre de 1914, desapareciendo todos los habitantes.

 Los ríos y arroyos cruzan el noroeste por donde quieran; en la época del deshielo la corriente crece, se hace impetuosa y no permite en muchos casos atravesarlos. Es otro de los factores de aislamiento. Muy difundido es el uso del cajón carril, un funicular construido con tres líneas de gruesos cables, de los cuales pende un rectángulo de madera que se automaneja y en él caben dos o tres personas.

 Los dos pilletes

 Vialidad nacional ha hecho una sostenida y ponderable obra: mantiene en buen estado la ruta 40 que comunica el norte con Mendoza. Vialidad provincial está realizando una intensa campaña en caminos de penetración, que son huellas de faldeo, caminos de cornisa de tránsito lento y difícil. Hay localidades a las que se puede acceder sólo en algunas épocas. Quedó inaugurado, precisamente durante nuestra visita, un puente sobre el río Agrio y un camino de acceso a El Huecú. Importante centro poblado que estaba inhabilitado de comunicación la mitad del año.

 En un gran plano de Neuquén, el más difundido, no está Quintuco, pero Quintuco está en el Neuquén. Con su escuela albergue, enclavado entre altos cerros… Ahora con un camino, Quintuco existe, con todos sus dramas: pero no encontró lugar en el mapa y en la sensibilidad argentina. El año anterior, dos niños, como en el cuento de «Los dos pilletes», se presentaron a la escuela harapientos, flacos, pero decididos a que se les tomara en el aula y en el albergue. Así fue, pero ocurrieron cosas que motivaron sospechas. Permanecían cinco días y el sábado regresaban a su hogar. Hubo motivos para dudar, porque no eran muy claros respecto de sus familiares. La maestra y un vecino les siguieron un sábado, y hallaron la explicación. Vivían en una tapera, con un montoncito de pajas como colchón. Sin comer pasaban hasta el lunes, y regresaban a la escuela, donde les aguardaba cobijo y alimento durante los cinco días restantes.

 Un lugar llamado Chapúa

 Está cerca de Andacollo, figura en el mapa. Hay una escuela, montaña, frío. Dista, por caminos, más de 500 kilómetros de la capital. Está allí justamente, donde terminan 20 cerros y empiezan otros 40, donde la desolación hace esquina con la miseria. Como ahora hay una escuela nueva, se puede fijar el paraje. El edificio inaugurado es un primor. Tiene 210 metros cubiertos todos limpios, y está rodeado de álamos altísimos. Un mástil y en su torno veinte niños ateridos con ojotas trenzadas con tientos, seguramente de una impronta aplicada al solemne acto. Ropas viejas, sucias, trapitos atando los largos cabellos. No hay allí peluquería para niños ni grandes, hombres y mujeres. Nadie pretendería hacerse un corte a la navaja. Diga usted la tan acariciada palabra gamutón y nadie lo entenderá. La mirada en el suelo, los cuerpos caídos, mirando atónitos todo el espectáculo que nunca han visto y que no han de comprender. Algunos vecinos, siempre menos que los niños, se acercan con miedo al lugar. Felidor Inostroza vive en un puesto con Lorenzo Valenzuela; tienen algunos animalitos, cultivan algún cereal, y allí estuvieron sus padres desde hace 80 años. Les cortan el agua desde más arriba; ya han reclamado en Chos Malal a las autoridades. «Yo tengo el puesto en el Cañadón Colorado, y me tendré que ir», dice Felidor. Se acerca un funcionario de Tierras. ¿Quién te corta el agua? Galavanevsky. «No tenemos qué comer». Hace otra vez el reclamo. Hay una viejita de 76 años, por quien se pide para que le otorguen un subsidio. No tiene quién la albergue y alimente.

 La escuela está; más allá también del puente está el camino… Es lo que se llama la infraestructura. Indispensable para encarar cualquier programa. Mientras tanto las condiciones socio-económicas no han variado. Subalimentación, pobreza técnica en los cultivos, escasa tierra, analfabetismo, enfermedades. Tal como lo denunciara hace dos años y medio el obispo monseñor De Nevares, actitud que desencadenó una reacción en muchos círculos, un tanto escandalizados. Pero también en muchos otros, tocados en su conciencia por este vía crucis del noroeste neuquino…

 Los hombres que viven una esperanza sin esperanza

 «He visto buenos alambrados nuevos; encierran lo que ocupaban antes otros: cierran caminos vecinales, a veces obligan a rodeos y a utilizar pasos peligrosos a través de ríos de gran caudal. He visto hombres curtidos y sufridos, vencidos, que esperan ya morir. He visto los niños desnutridos, los padres con unos pocos animalitos… Y no estoy dramatizando».

 Estas palabras, textuales, fueron pronunciadas por monseñor De Nevares en un mensaje de amplia notoriedad en noviembre de 1969. Y se inscriben aquí al comienzo de esta nota, para certificar algunas expresiones crudas e incisivas que se han vertido en estas publicaciones. Sí, en verdad ha variado en algo el panorama. Se han construido, especialmente en el año último, caminos, escuelas, puestos policiales, centros comunales, algunos puentes, se ha electrificado, pero, esencialmente, la condición económica del hombre del noroeste neuquino, ¿ha variado? Hay dos enfoques sobre esta situación: uno, que motiva el orgullo y a veces la euforia de quienes de alguna manera están vinculados al quehacer oficial, frente a algunas realizaciones innegables; y otro, que no concede consuelo a un corazón que se llena de emociones dolientes cuando contempla este espectáculo de subhumanidad.

 Otras certificaciones

 Ya se conoce la reacción notable que produjo aquella denuncia del obispo del Neuquén, claro que necesariamente la autoridad provincial de entonces se vio precisada a responder que «esta situación viene de lejos, ni se la ha remediado con recursos declamatorios ni con dádivas circunstanciales…». Cada tanto, alguna voz de alta esfera, viene a descubrirnos una Patagonia postergada, así como desde hace decenios se viene hablando de las provincias pobres del norte. Y cada cual, a su tiempo, interpela al pasado y lo condena. Alguna vez algún poder, que está más allá de un gobierno, y todos son circunstanciales, ha de dar la respuesta más cabal y efectiva. Ese poder es la sensibilidad argentina manifestándose unánimemente. Alguna vez el sentimiento cristiano ha de apiadarse de estas criaturas de Dios, semejantes, y encontrar un remedio, al momento. No se trata de establecer si los puentes y los caminos solventarán el problema en el futuro, y si la infraestructura es presupuesto básico de todo programa serio de desarrollo, como diría algún agudo economista. Se trata de lo más simple y sencillo, de eso que se entiende mejor con el corazón: de que hay niños que mueren en una proporción cruel, que hay padres y madres que viven desnutridos como ellos, en ranchos de miseria, aislados, sin horizontes, marginados del progreso mínimo. Se trata, en suma, de un problema también de conciencia; si nos detenemos a pensar sólo un minuto que en esta Argentina, llena de posibilidades, no pueden ni deben existir algunos hijos de la ternura y otros arrinconados igual que entenados…». «¿Por qué no se procede como en las calamidades de Buenos Aires o del Litoral, cómo se procede para fomentar la industria con desgravación de impuestos, créditos, facilidades, ayuda estatal? ¿No será mejor en lugar de tantos planes y operativos…?».

 Diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca, 15 de mayo de 1971.

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